Crónicas de SAMISS COCKER (III)

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Llevaba largo tiempo esperando que Samiss me hiciera un guiño, venía observando que durante el otoño y el invierno su comportamiento era extraño, apático, había descuidado por completo el afilado de su uña-plumín, parecía como si no quisiera retomar la afición por la escritura, sus andanzas, sus crónicas. No me atrevía a preguntarle por el motivo de su dejadez, pero me di cuenta de algo: raramente visitaba el sitio donde tenía su escritorio y cuando lo hacía, eran ratos breves y sin ilusión; ¿será el frío?, o tal vez, ¿la melancolía invernal? Sea como fuere, yo estaba preocupado por la actitud de mí colega.

  La impaciencia nos supera; un día de madrugada antes de ir a mi trabajo tuve la tentación de acercarme al espacio donde Samiss tiene su bufete, el nivel del tintero estaba más bajo y los folios descolocados; cuando abrí la carpeta azul celeste la sorpresa fue mayúscula, una escritura torcida ilegible, con tachaduras y borrones. Me sentí decepcionado, mis ojos no daban crédito; por la noche, sin falta, iba a tener una charla con él.

  Como siempre, Samiss esperaba mi llegada sentado en el jardín; a medida que me iba acercando percibí en él una mirada singular, como si no me conociera. Cuando estuve muy cerca dio un salto de alegría meneando el rabo para saludarme… ¡ya está!, entonces lo entendí todo, Samiss no había detectado mi presencia hasta que estaba a un metro: ¿miopía?, ¿hipermetropía?, ¿vista cansada?; mi leal compañero no veía a tres montados en un burro. Noté un nudo de culpabilidad en el estómago, había cometido un error fatal: juzgar el comportamiento de un amigo sin analizar la causa. Tenía que subsanar mi proceder.

  Al día siguiente fuimos a una óptica para que le prepararan unas lentes a medida; después de una exhaustiva revisión, el oftalmólogo nos recomendó unas antiparras, no eran bonitas, pero si prácticas. En el camino de regreso Samiss ojeaba cualquier objeto con detenimiento, había retomado el placer de una buena visión; advertí que estaba contento, y yo más, había enmendado mi mala actitud.

 Cuando llegamos a casa fue directamente al lugar donde tiene sus cachivaches, estaba deseoso por continuar con su obra. Unas semanas después me transmitió que podía ojear lo plasmado en los pliegos; esto era otra cosa, limpio y ordenado.

 

Lo que más me gusta es pasear, cualquier época del año es buena pero la primavera es excepcional. Era una fresca mañana de Mayo y por la actitud de Miguel intuí que el recorrido era el asiduo, un pequeño tramo de cemento con una ligera pendiente hasta abandonar las zonas habitadas por los humanos, a continuación, un trecho de polvoriento camino para llegar a una angosta vereda con fresca hierba a ambos lados y un suelo  húmedo y blando; atravesamos una arboleda y nuevamente una ancha senda de guijarros y tierra, tenía prisa por llegar a un riachuelo que hay después de unos huertos sembrados y un verde prado donde campean a sus anchas dos caballos y una docena de ovejas, unos alisos al fondo que son la muralla natural del murmullo del río. Me encanta ese lugar, una pequeña charca de agua fría y cristalina con su sonora diminuta cascada, en el extremo de la balsa un legendario nogal y en su base una generosa piedra de granito a modo de sentadero donde Miguel pone sus posaderas, se descalza y mete los pies en el agua. Mientras, yo con mis extremidades levanto los cantos rodados en busca de alguna lagartija a la que cortar el rabillo, mi entretenimiento favorito; no creo que sufran por ello, luego les nace otro. El regreso lo hicimos por un camino paralelo, empezaba el calor y algunos insectos  son fastidiosos. Nos metimos por una estrecha senda que en algunos intervalos se convierte en acequia por donde discurre el agua para los terrenos de cultivo. Subimos por un muro medio derruido, pasamos un árido bancal y llegamos a otro con una exuberante hierba, al fondo un manantial; mi colega, puesto de rodillas, bebió largos tragos de agua, yo también bebí del saliente de la poza. Después del refrigerio volvimos al camino principal, ya era hora de volver.

En la bajada que hay al entrar en el pueblo me detuve pensativo y giré la mirada a la derecha, – Ya no está Samiss, el señor de la boina se ha ido para siempre a otro mundo – A veces no entiendo a los humanos, que habrá querido decir Miguel con “otro mundo”?, ya, ya lo recuerdo, cuando yo era estudiante, un profesor de ciencia, un inteligente y noble San Bernardo nos hablaba de un planeta lejano, muy lejano, un astro inmenso de una remota galaxia, miles de veces más grande que la Tierra, un mundo extraordinario que no está al alcance de todos los seres vivos y al que para llegar hace falta un combustible muy especial: toda una buena existencia; ese debe ser el mundo que comenta mi amo. La última vez que vi al humano de la gorra hablando con Miguel era una ventosa mañana de otoño; mientras ellos platicaban, yo observaba extasiado como una elegante oropéndola se posaba sobre un tomillo, emitía un jocoso gorjeo y alzaba un majestuoso vuelo al infinito.

Bajé corriendo la calle para llegar a casa, ver a Isa y beber de mi cazuela… – ¡Samiss!, ¡Samiss! –… una voz desconocida y agradable sonó a mis espaldas, una humana morena y sonriente. – Hola Samiss, soy Spe, ¿no me conoces? – me acarició la testa y me dio una corteza de queso; desde ese día, cuando salgo solo por las mañanas para hacer mis necesidades ya nunca marco el territorio en su puerta, y de paso, miro por si está cerca la amiga del pelo rizado para que me de otro trozo de queso.

Llegué al domicilio corriendo y entré en la cocina donde tengo mis cacharros con agua y condumio –  ¡Entras como un vendaval Samiss, algún día me vas a tirar! – La abuela me riñe, pero en el fondo me quiere mucho, siempre me da retales de lo que está cocinando, y yo, en agradecimiento, rozo con mi lomo en sus piernas.

Por la tarde fui a dar un corto paseo con Isa al lugar donde dan las chuches, ahí estaba Miguel con sus amigos, sentados y cada uno con un recipiente color verde del que pimplan un líquido amarillento. Cuando los terminan, uno de ellos entra en el local y saca otros tantos botes que vuelven a saborear con gran placer; siempre me he preguntado que tendrá ese fluido dorado para que les guste tanto a los humanos. Mientras ellos hablan, beben y, de vez en cuando, echan humo de unos cilindritos blancos, yo pongo cara lastimera a los niños que salen del establecimiento con sus bolsas, siempre me dan algo. Esa tarde había mucha actividad en el barrio, pero eché de menos a Peny, ¿dónde se habría metido?… Y.S. apoyada en el quicio de la ventana me miró con los ojos vidriosos, entendí que la alegre caniche había sido víctima de un fatal accidente; sentí un enorme pesar, pero pronto me rehíce pensando que la juguetona Peny habría viajado al colosal y distante Planeta.

Cuando la noche empezaba a hacer su aparición nos marchamos para el hogar; comí un poco de mi pienso, bebí agua de mi marmita y me retiré a un rincón a meditar, no quería que se me olvidara nada. Mientras rebobinaba todo lo acontecido durante el día caí en un placentero sueño del que no recuerdo nada, que rabia.

Después de leer y releer la crónica de Samiss sentí cierta paz interior, me apetecía un chupito de licor en la terraza. Mientras degustaba el elixir miré fijamente al cielo estrellado, era una noche clara sin Luna; cuando te quedas observando una estrella te das cuenta que detrás hay otra, y otra, y otra, infinitas. Por un instante creí ver los destellos de una luz tenue en el fondo del Universo, con una media sonrisa me dije: esa debe ser la galaxia de la que habla Samiss en su relato… cosas mías.

©TruttaFario ___COMPLVTVM,  XXX – VI – MMXII  (amig@s)