La pianola del salón.

written by Salomé Pulido Fuentes

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Salomé Pulido Fuentes

 Dicen que para que un sueño pueda recordarse siempre, es necesario que este sea contado. Esta noche yo os voy a relatar el sueño que me asaltó una vez, hace ya años, cuando las inquietudes e incertidumbres provocadas por la ausencia de un ser querido, acudían continuamente a desvelarme y a turbar el descanso de cada día.

  En aquella ocasión a la que me refiero, soñaba un sueño en el cual me veía a mí misma durmiendo de una manera tan agitada, que incluso llegué a gritar sobresaltando a buena parte de los que dormían en la casa, acercándose entonces mi buena madre a saber de mi desvelo. Recuerdo que con un pañuelo secó mi frente sudorosa, me abrazó contra su pecho y serena me preguntó por lo que me ocurría.

 Entrelazando sus manos con las mías, le describí lo que del sueño fui recordando y mi madre, después de escuchar paciente mi relato un tanto discordante y quizá hasta cierto punto inexplicable, me contó lo siguiente:

“Un día, hace ya un tiempo, tu abuelo compró la pianola que había en el salón de baile, entre la ventana y la puerta de entrada. Estaba siendo una época muy dura y difícil para todos, por lo que pensó que un poco de música y diversión que ayudase a olvidar los sinsabores cotidianos serían bien recibidas.

  Pronto ese armario alto y oscuro, con un gran espejo central y con un complejo mecanismo compuesto por rulos de papel en los que estaban escritas las melodías, cables, engranajes, teclas, clavos y tornillos, muelles y un sinfín de elementos de los cuales no sabría decirte su nombre, fue el centro de atención de todos los habitantes del pueblo, quienes se reunían en derredor suyo para bailar la Zarzamora, la Cumparsita, los Doce Cascabeles…, jotas, pasodobles o temas de moda en esa época.

  La complicada maquinaria había que afinarla de vez en cuando y renovar los temas musicales, acudiendo para eso un señor desde Talavera, el cual se alojaba en nuestra casa y estaba allí casi una semana entera, ajustando el papel con las notas a los rodillos, o apretando y aflojando tuercas en el mecanismo hasta que conseguía, según él, que la pianola sonase en su punto justo.

  Cuando ya lo lograba, tío Santiago Zapatero se encargaba de hacerla sonar, estando pendiente de dar cuerda al mecanismo a través de una manivela cada vez que el ritmo de la música descendía. Él mismo cobraba la entrada al baile,    entre otras cosas porque también había que pagar a la Sociedad de Autores un canon anual de cincuenta pesetas. Un señor de Cuevas, del cual ya no recuerdo su nombre, era el encargado de recibir el tributo que incluía cuota y comisión. El acceso estaba prohibido a niños y jovenzuelos, quienes se arremolinaban a la entrada queriendo colarse o permanecían mirando aviesos a través de la ventana.

  Tía Avelina la Confitera, con un cesto de mimbre lleno de cucuruchos de papel que contenían peladillas, almendras o caramelos, se sentaba en un banco al lado del musical armario y, junto a tío Félix el Alcagüesero colocado frente a ella en otra parte del salón, amables vendían sus productos a todos los que en él se hallaban.   

  Al principio las mujeres bailábamos solas, emparejadas las amigas, y me resulta gracioso todavía recordar cómo, a los primeros compases de la melodía, se acercaban las parejas de hombres a pedirnos de bailar. “¿Nos hacéis el favor?”, preguntaban. Entre sonrisas disimuladas y miradas de complicidad accedíamos, o no, a la petición; según de quien se tratase. Había veces que de manera encubierta éramos nosotras las que elegíamos, y para ello no había nada más que girarse en el paso de baile y quedar enfrente, de manera que pareciera casual, de aquel con quien realmente querías bailar.  

  Felisina y Pedro, Teo y Pauli, tu padre y yo…, fuimos algunas de las parejas que alegres disfrutamos enredados con la música de la pianola.

  Rafael, el de tío Nicomedes, la limpiaba y engrasaba para tenerla a punto con lubricante que traía de la fábrica de madera. Un buen día, después de hacer su labor de mantenimiento, olvidó recoger la botella, dejándola a la vista de quienes estaban preparando unas judías para cenar. Las cocineras, creyendo que aquel líquido se trataba de aceite para guisar, echaron un buen chorro en la olla, provocando tal descomposición de tripas entre los comensales, que ni los dos servicios de la casa ni los barrancales dieron abasto para recibir a tanto desarreglado.

  La pianola no sonó siempre en el salón, pues recuerdo que alguna vez trajeron lo que llamamos “picú”, que era un giradiscos sin funda, sin maleta, sin altavoces y que había que enchufar a la radio para que se escuchase.

  Ni la pianola sonó siempre, ni el salón fue continuamente un salón de baile, pues sirvió también de lugar para hacer títeres, teatro, cine y escuela en la que doña Tina y doña Elvira enseñaban a las niñas, siendo la pianola testigo silencioso de todo aquello.          

-Pero… –le pregunté una vez que acabó-, ¿qué tiene que ver mi sueño con la pianola que había en el salón del abuelo?

– Por lo que me has contado –contestó mi madre- deduzco que lo que perturba tu descanso es saber cómo será tu futuro. Pues, desde este momento te digo que tu porvenir, al igual que el de la mayoría de la gente de bien, se asemeja al alma de una pianola.

– ¿Cómo puede ser eso? –seguí preguntando desconcertada.

– Fácil. Escucha bien y hallarás similitudes en lo que te digo: Un día, al igual que a la pianola, alguien nos trajo y nos dejó en un lugar. Del mismo modo que ella, tenemos un mecanismo interior complejo el cual, de vez en cuando, hay que poner a punto y que va sonando según maneje el afinador de turno o el tema que tengamos para reproducir en nuestro rodillo. También tendremos que pagar nuestra cuota al recaudador de turno y a alguien encontrarás que querrá venderte algo. Seremos capaces de unir con nuestra voz o de separar, e incluso de promover alternativas. En los días peores provocaremos que alguien se sienta realmente mal. Otras veces veremos pasar ante nosotros miles de acontecimientos y no haremos nada, incluso puede que en algún momento, sin saber bien la causa, seamos reemplazados por algún otro instrumento sonoro, algo que no debe importarnos lo más mínimo, pues en nuestro complejo mecanismo siempre quedarán las notas de una canción para ser tocada en cualquier momento y en cualquier otro lugar.   

– Pero…, la pianola ya no está, no entiendo por qué su recuerdo me perturba –le comenté.

– Bueno, ese es un asunto para tratar otro día –me contestó sonriente-, pues algunos dicen que acabó en la Villa. Así pues, no te preocupes por eso de momento y duerme.

  En esta noche y en este lugar, envueltos en la oscuridad y en el recuerdo de una madre que en sueños nos habla y nos reconforta, cerremos los ojos y tratemos de escuchar, por un breve instante, el alma de nuestra particular pianola.  

El Arenal, 22 de agosto de 2017

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