Justicia y sentencias en la Roma primitiva.

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   En los orígenes de Roma, en la ciudad estado, una monarquía senatorial (753 – 509 AC), el poder judicial recaía en el Rey, él era quien presidía el tribunal y dictaba las sentencias, aunque las leyes estaban elaboradas y aprobadas en el Senado; el Rey tenía el poder político, militar y judicial. El tribunal era presidido por el Rey, a su lado se colocaban los lictores (alguaciles) y delante el acusado o acusados (rei); los reos no tenían más defensa que la que ellos pudieran aportar mediante su testimonio, pruebas y testigos, si los hubiera. El Rey, como Juez Supremo, juzgaba los delitos graves y de ámbito estatal, los juicios domésticos, en los que estuvieran implicados esclavos, eran responsabilidad del amo, si eran mujeres, corrían a cargo del Pater Familias (patria potestad): si la mujer era soltera o viuda y no tenía padre, se ocupaba el pariente varón más cercano, y si estaba casada, el marido. Hay que tener en cuenta que en los primeros años de la fundación de Roma, ni los esclavos ni las mujeres eran considerados ciudadanos. La responsabilidad de las investigaciones recaía sobre los cuestores, una especie de policía judicial que también desempeñaban competencias fiscales, normalmente bajo la supervisión de los ediles (Alcaldes).

  Los delitos graves eran todos considerados como traición a Roma y ello implicaba la pena capital. Pero aún siendo todos letales, existía un orden en la gravedad de la infracción, y según era el delito, así se aplicaba el mortífero castigo.

   El quebrantamiento más grave, en aquella época, era el parricidio, más oneroso, incluso, que atentar contra un edil, un cuestor, un senador o el propio Rey. El Pater Familias era considerado una prolongación de los dioses, un ser inviolable. En estos casos se aplicaba la Poena Cullei (la pena del saco); este escalofriante castigo consistía en meter al convicto en una saca de cuero, atado de pies y manos, acompañado de un perro, un gallo, un mono y una víbora, a continuación era arrojado a un río. La muerte se produciría por ahogamiento, pero hasta el desenlace, el sufrimiento no debía tener parangón.
El magnicidio y homicidio ocupaban un segundo lugar; en estos casos se solía utilizar el «ojo por ojo», al condenado se le imponía una muerte semejante a la hecha por él: si había asesinado a palos, se le mataba a palos, si había apuñalado, moría acuchillado…. En el caso de los homicidios, según se apreciaran las circunstancias, la pena podía ser conmutada por una paliza y la entrega al Estado de un número de piezas de ganado.
Los sodomitas y los que violaban vírgenes también sufrían la pena máxima. En estos casos la ejecución dependía, en muchos casos, del tipo de atacante, de si era de clase noble o de clase plebeya: si el violador era noble se le concedía el beneficio de una muerte digna, el suicidio, si era un ciudadano plebeyo el Rey dictaba el tipo de exterminio, pero todos pasaban por el patíbulo.
El falso testigo. Hoy en día los testigos forman parte de la mayoría de los juicios y es sabido que acuden a la vista asesorados por los letrados, tanto en la acusación como en la defensa; pero en la antigua Roma no era así. El inculpado aportaba testigo, o testigos, y no podían mentir; si los lictores demostraban falsedad en el testimonio, eran ejecutados por despeñamiento.
El robo también era un delito muy grave, aunque aquí había unos parámetros. Si el hurto o atraco no transgredía otra finalidad que la del sustento o manutención, la pena se limitaba a devolver lo sustraído más un incremento en especies, y si el infractor era insolvente y no podía hacer frente al veredicto, pasaba a ser esclavo del ofendido por un tiempo determinado; pero si la ratería o el pillaje conllevaba el destrozo, por ejemplo de una siembra, o la intención era la de enriquecerse a costa del trabajo de otro, la sentencia era la horca.
Los incendiarios. A este tipo de delincuentes se les consideraba seres despreciables: atentaban contra lo público, contra la comunidad y contra los dioses. Se les condenaba a morir quemados en la hoguera.

   Esta forma, un tanto arcaica, de justicia fue evolucionando a medida que Roma se fue asentando como Estado. Durante la época consular, la República (509 – 27 AC), se fueron creando nuevas magistraturas: Iudex (Juez), Pretor, Tribuno de la Plebe, y con ello la separación de poderes entre lo administrativo y lo judicial, dando origen al Derecho Romano, embrión del sistema judicial en todo occidente.

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©TruttaFario______El Arenal, V – II – MMXX
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