Nota:
Este relato ha sido proporcionado por Javier Familiar «Tabu» y algunos de sus parientes. Redactado y corregido por Luis Dionisio Dégano Morcillo para la Noche de Leyendas.
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Existen zonas, lugares y rincones especiales, tenidos por tal al ocurrir en ellos un sinfín de sucesos únicos, particulares y característicos, hasta el punto que podría decirse que sería difícil que esos hechos llegaran a tener lugar fuera de él, estando provocados en ese lugar al ser atraídos por algo concreto pero a la vez difícil de identificar.
Uno de esos rincones excepcionales es aquel en el cual nos encontramos ahora, impregnado de ese halo de exclusividad al cual fueron contribuyendo las acciones que en él tuvieron lugar y, sobre todo, sus inconfundibles moradores.
Uno de esos habitantes fue tía Leandra, la Fea, modelo de temple de muchas de las mujeres arenalas de la época, quien apareció por este rincón después de comprar el solar al Ayuntamiento, quien tenía ubicadas en él las escuelas y la casa del maestro de entonces, Don Manuel. La originaria vivienda quizá se construyese allá por el año 1910, como reza en el cargadero sobre la puerta de entrada.
Leandra y Felipe, su marido, comenzaron a remodelar y acondicionar la vivienda, con el inconveniente de que D. Manuel, el maestro, continuó viviendo en ella hasta que el ayuntamiento consiguió reubicarle en otro lugar. Al poco tiempo de sucederse el desalojo, comenzaron a oírse por las noches ruidos extraños en el sobrao, los cuales tenían asustada y sobrecogida a la familia, pues no identificaban su procedencia. Se pensó que sería el desahuciado maestro, quien volvía a dormir a la que durante muchos años había sido su casa, incluso se llegó a hablar de que sería el alma penante de un niño, antiguo alumno de la trasladada escuela, o que los sonidos provenían de algún grupo de gatos que por las noches buscaba el desván como refugio. Este último punto sería imposible, pues los gatos escaseaban por aquel entonces, y era más fácil encontrarlos en una caldereta, que correteando por algún sobrao.
Sea como fuere y como los ruidos no cesaban, Leandra se fue a buscar al cura de entonces, a D. Felipe, para que bendijera la casa y rezara alguna jaculatoria expulsadora de espíritus, hecho lo cual, los sonidos del desván cesaron para siempre.
Leandra y Felipe fundaron una tienda y un bar en la casa recién comprada. La tienda, como las de entonces, era un amplio batiburrillo de artículos de la más variada índole y procedencia, pudiendo encontrar en ella cualquier cosa que necesitases, desde una enjalma para el aparejo del burro, hasta una peonza de madera, pasando por ropa, libros, cartuchos de escopeta, tabaco, latas de comida…; todo a mano, con sumo cuidado ordenado, clasificado y separado por estantes según la afinidad de productos, procedencia, utilidad o toxicidad de los mismos.
El comercio procuraba a Leandra su trabajo y sus beneficios, a veces resistidos estos últimos por la gran capacidad de auxilio que mostraba hacia sus semejantes, fiándoles, adelantándoles el género, prestando en algunos de los casos o cobrando al trueque, como ocurrió cuando se quedó con el burro del tío Rogelio a cambio de las raciones de pan que le debía.
En otras ocasiones, y sabiendo que el parroquiano andaba escaso de dinero para hacer frente al pago o a la ronda contraída con el resto de feligreses si se trataba de una tarde de taberna, de manera disimulada esta colaba algo de dinero en el bolsillo del necesitado, para que este pagase sin verse en la necesidad de que el resto de compañeros se enterase de su necesidad. Cuando al cabo del tiempo el asistido cobraba, devolvía con agradecimiento lo prestado.
El concepto de doble contabilidad con carácter de socorro, no era desconocido ya en aquella época para la buena de Leandra, pues los cargos y los débitos los apuntaba doblemente. Cuando algún cliente quedaba a deber algún artículo, ella lo anotaba en su libreta y también en otra libreta que entregaba al deudor. A la hora de saldar la cuenta, hacía que el prestatario mostrara su cuaderno en aquel lugar en el cual estaba apuntado el cargo. Ella presentaba a su vez el suyo y, en el momento de producirse el abono, tachaba ambas anotaciones delante del pagador. Las cuentas claras, diría entonces.
El matrimonio, como muchos de sus convecinos, para abastecerse de productos que por aquel entonces escaseaban o estaban intervenidos por la Comisaría de Abastos, practicaba a escondidas el llamado estraperlo, acercándose a los pueblos de la zona, principalmente los que se encuentran al otro lado de la sierra, para conseguir en los molinos a orillas del Tormes la tan preciada harina, la cual trasportaban escondida entre los aparejos de las caballerías. Hasta nueve veces les dieron el alto en el devenir de tanto trasiego, teniendo que hacer frente a la multa de mil pesetas por cada ocasión en la que fueron detenidos. Uno de esos prendimientos se produjo en la Media Legua, llegando ya casi a El Arenal, quitándoles en aquella ocasión también la carga que transportaban, aparte de la correspondiente multa.
En otro lugar de la adquirida vivienda, dispuso el matrimonio una taberna que atendía a un nutrido grupo de parroquianos. El vino se traía del valle colindante, de las villas del Barranco, principalmente de Santa Cruz y de San Esteban, en unos pellejos de piel de cabra comprados en Villarejo. El vino que se servía en la taberna tenía dos calidades bien diferenciadas, según si este era servido por uno u otro dueño. Si era Felipe quien bajaba hasta la bodega para llenar los jarros, lo hacía directamente de las cubas colocadas en las repisas, pues tenía dificultad en doblarse y agacharse para hacerlo de las bombonas que se encontraban en el suelo. Si era Leandra quien bajaba al subterráneo, llenaba la mitad de la jarra con el contenido de la cántara y, la otra mitad, con el agua del pozo que se abría en el subsuelo de la cueva.
Entre los clientes, todos ellos de fino paladar en lo tocante a determinar las propiedades del zumo de uva, existía una abrumadora unanimidad a la hora de valorar la sangre de cristo y pedían que fuese Leandra, y no Felipe, quien bajase a la cueva a por el vino, pues concluían que el que este les servía era recio y azufrao, no como el de Leandra, suave al paladar y de justa graduación, pues ella sí que sabía tratar a sus clientes con esmero.
Otro asunto que a Leandra tuvo ocupada fue la elaboración de helados. Hasta la fábrica de hielo de Candeleda se acercaba con la mula y las banastas forradas de paja para traer el agua sólida con el que elaborar los helados. Para tal menester disponía de un “mantecador”, sencilla máquina que básicamente consistía en un gran cilindro de acero que era congelado en su parte exterior por el hielo traído. La parte interior del cilindro tenía un batidor con aspas, el cual había que mover para que raspase las paredes que se iban congelando por efecto del frio, hasta que la mezcla de leche, azúcar, nata y algún estabilizante, alcanzaba una consistencia de crema helada. El mantecador iba montado en un carrito de madera que, María, la de tía Bruna, trasladaba luego hasta la plaza para realizar allí la venta. ¡Cuántos jóvenes arenalos, y no tan jóvenes, se deleitaron en su día con los helados de tía Leandra!
Hoy, de aquel carro de helados queda poca cosa, el armazón de madera, los cilindros oxidados y poco más. De las escuelas nada, pues la casa fue remodelada, de la bodega y el pozo solo su recuerdo y su oscura presencia cegada tras un muro de ladrillo; la tienda también desapareció, como también lo hicieron el racionamiento y la vigilancia a la búsqueda del trasgresor. De María la de tía Bruna, Don Felipe el cura, Don Manuel el Maestro, los parroquianos de la antigua taberna, Felipe, el marido de Leandra, la Fea, y de la propia Leandra, nos queda la memoria, el halo de su presencia y el eterno reconocimiento a unos paisanos que con su manera de ser y proceder, dotaron a este rincón de ese carisma, atractivo y personalidad propia que hacen que, cuando uno entra aunque sea por primera vez en él, no se sienta extraño y parezca que está como en Familia.
El Arenal, 17 de agosto de 2016.
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