By Miguel Salgado Chinarro.
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Desde lo alto de la loma avistaron un frondoso valle flanqueado por dos riachuelos que, como por arte de magia, parecían brotar de las pétreas paredes de la sierra. A medida que los torrentes descendían por la montaña se les sumaban un sinnúmero de pequeños afluentes que a los arroyos les daban un aspecto de ríos de pleno derecho. Esta vega, sin duda, era el lugar perfecto para establecerse: un clima templado con inviernos suaves y veranos tibios, agua en abundancia, multitud de árboles silvestres y, en las pequeñas zonas desarboladas, una tierra pardusca ideal para la siembra.
Igual que otras familias de itinerantes, habían llegado de las tierras del norte. No traían más enseres que los que podían transportar en los fardos que habían preparado Martina y Daniel. El resto del grupo lo componían: sus tres hijos, Gabriel, Andrea e Ignacio, una vieja mula que Martina había heredado de un tío soltero que era la gran porteadora y el transporte del infante Nacho; siete cabras, tres de ellas preñadas y un cachorro de mastín que era la delicia del rapaz.
En un pequeño descampado montaron el entoldado con una raída lona y cuatro mástiles de roble. A corta distancia, con unas estacas secas y unas varas de arbustos, un redil para las cabras. Daniel pensó que ese era un buen sitio. Al norte la serranía, muralla natural con la meseta y al sur, a varios centenares de metros, el accidentado río con sus charcas llenas de vida. También se podían observar, desde la planicie, las columnas de humo que salían de las cabañas de otros paisanos que ya estaban asentados en la comarca.
Mientras el chiquillo Nacho se ocupaba del escaso rebaño siempre acompañado de su chucho, padre e hijo mayor talaban troncos para hacer una choza digna de un hogar, Martina organizaba el pobre mobiliario y la joven Andrea, aprovechando la estación primaveral, cavaba fracciones de tierra en las que iba sembrando tubérculos y legumbres. Esa sería la huerta inicial y, pasados unos meses, la primera cosecha.
Sin alejarse demasiado el zagal llevaba la piara por zonas en las que no faltaban verdes pastos y, sobre todo, hojas de matojo y zarza, dieta favorita de las cabras. Con el paso de los días Nacho ya tenía una ruta más o menos establecida: un sendero que confluía en un prado y una vereda, un tanto empinada y llena de maleza, que desembocaba en un manantial.
A medida que avanzaba el verano y para evitar el desagradable calor, más temprano se levantaba Nacho.
Aquella mañana aún era noche cerrada y la Luna no estaba en su mejor momento, pero el pastorcillo tenía memorizado el recorrido. Llegó a la exigua pradera y un rato después enfiló la cuesta que llevaba al abrevadero. No había andado ni diez pasos cuando creyó ver una enorme figura que zarandeaba las ramas de los arbustos. El muchacho, seguido de su perro, huyó como alma que lleva el diablo; amedrentado y descompuesto entró gritando en la choza. Daniel y Gabriel se armaron de utensilios caseros, pero cuando llegaron al lugar sólo pudieron apreciar como las cabras pastaban apaciblemente, el ligero viento meneaba las ramas de los arbustos y las luces del amanecer proyectaban unas grotescas sombras.
Habían pasado más de 50 años y Nacho ya no era Nacho, era el abuelo Ignacio. Sentado a la lancha de la lumbre narraba historietas a sus nietos, les contaba como en su infancia, cuando era pastor, un oso rojizo se interpuso en el camino que él utilizaba con sus cabras y, como su padre, que era el hombre más valiente, y su hermano, el mejor mozo de la comarca, dieron buena cuenta de él.
Primero fue una vereda, luego una calleja, y desde entonces se llama La Calle del Oso.
El Arenal, 18 de agosto de 2015.
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