———- Crónicas de Samiss Cocker ———- PERIPLO ESTELAR: Episodio 03.

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La fragata: ARE-05416.

Al despertar tuve la ingrata sensación de no saber dónde me encontraba; en muy pocos días se habían producido demasiadas emociones: la inesperada noticia de la adjudicación de una nave interestelar, ARE-05416, en calidad de Capitán, la reunión con el alto mando de la Federación en Complutum, el desplazamiento en un vehículo deslizante hasta el espacio-puerto de la Sierra de Gredos, el ingrávido viaje en una pequeña gabarra con destino a la Ciudad Espacial Épsilon, el recibimiento y presentación de los oficiales de la tripulación…; padecía ese momento de vigilia en el que no sabía distinguir la sustantividad del sueño, esos instantes en los que la fantasía y la materialidad se mezclan buscando la situación perfecta. Poco a poco se fue desvaneciendo la somnolencia dando paso a la realidad. Con un pequeño impulso de mis patas traseras me levanté del camastro; bebí agua fresca de la cacerola dorada y con unos ligeros movimientos de la testa, mientras las enormes orejas me golpeaban el hombro, di por aclaradas mis ideas.

El camarote era amplio. Una mesa de oficina con una gran pantalla transparente a base de silicio, carbono y plasma que proporcionaba perfectas imágenes tridimensionales de todos los sectores de la nave, en el techo del centro de la estancia un tetraedro del tamaño de mi cabeza que ejercía de proyector holográfico, instrumento que reproducía figuras de cualquier miembro de la nave y con los que podía conversar como si los tuviera delante de mi hocico; un disimulado aparador con varios trajes hechos a mi medida, en la parte superior del armario una alacena con diversos tipos de escafandras, y en la zona inferior, un surtido de calzado propio de un cannino. En fin, un aposento austero pero con todo detalle.

A modo de lictores me esperaban en la puerta del camarote dos menkentianos, uno de cada sexo: esos oriundos del planeta Menkent IV con cuerpo de equino y torso humano, exóticos alienígenas semejantes a los legendarios centauros, pero algo más bajitos. La misión de la veintena de estos tripulantes era la de policía local, también eran excelentes pilotos preparados para las lanzaderas militares, seres disciplinados y con un gran sentido de la lealtad, a veces, incluso, excesivamente solícitos en su trabajo, es por eso, que las relaciones con los demás miembros de la tropa y tripulación era distante, aunque siempre de forma respetuosa y cortés; especie curiosa, puesto que mientras los varones son agrios y glaciales, las hembras son dicharacheras y seductoras. El hecho de acompañarme por las galerías de la nave era un acto puramente simbólico.

Llegamos al Puente de Mando donde me aguardaba TruttaFario, el severo Comandante de la Flota. Después de una  corta conversación, en la que me comunicó que él abandonaría la nave antes de la primera misión, alegando asuntos que tratar en alguna Esfera de la Ciudad Espacial con miembros del Alto Mando, me acompañó por el enorme complejo, donde los alféreces de la tripulación, absortos en sus quehaceres, nos miraban de soslayo esperando, quizá, alguna notificación. Mientras caminaba por el entramado lleno de artilugios propios de la navegación astronómica: ballestilla, cuadrante, astrolabio, esfera armilar…, sofisticados instrumentos que llevaban nombres primitivos y que habían evolucionado de aquellos que los navegantes del planeta Tierra utilizaban para moverse por mares y océanos, experimenté una importante zozobra pensando que, en breve, yo sería el mayor responsable de los designios de esta nave interestelar. Por un lado, me sentí el ser vivo más importante de la Galaxia, pero por otro, palpaba la incertidumbre que el peso de esta tarea suponía; de forma refleja, fruto de los nervios, se me introdujo la rabadilla por el resquicio de los muslos.

Situado en un lateral del Puente desde donde podía divisar todo el complejo, con la mirada perdida sin fijarme en nada concreto, vi cómo se acercaban hacia nuestra posición cuatro de los oficiales, dos damas y dos caballeros:

» Buenos días Samiss – dijo el varón de lentes y barba canosa con voz grave y una medio sonrisa obligada pero sincera -.

» Buenos días – respondimos al unísono el Comandante y yo, él en el lenguaje humano y yo telepáticamente -.

En la parte izquierda de la pechera, debajo del emblema que delataba su cargo y graduación, pude leer el nombre de cada uno de los jóvenes tripulantes: Esperanza, Oficial de Cubierta; Beatriz, Oficial de Derrota; Segundo, Oficial de Telecomunicaciones; Eliecer, Oficial Consejero. Roto el hielo después del exiguo cumplido, el cuarteto de tripulantes agasajó con apretones de manos, los varones, y besos en las mejillas, las féminas, a TruttaFario, así son los humanos; yo también recibí los correspondientes saludos en forma de suaves caricias detrás de las orejas, carantoñas a las que respondí con sumisos lametones en sus manos.

Después de unos pasajeros comentarios sobre temas intrascendentes, saqué de un bolsillo de mi pantalón la caja que contenía las “bolitas”, esas diminutas esferas que almacenaban una detallada información de cada una de las misiones asignadas a nuestra fragata. Aunque todas las canicas, del tamaño de un guisante, eran iguales en tamaño, cada una tenía su propia tonalidad. Extraje la de color rojo pálido y, seguido por TruttaFario y los tripulantes, me dirigí al centro del Puente; entregué el bolinche a Isabelle, la Oficial del Puente de Mando, que con gran celeridad depositó el mismo en el proyector holográfico con forma de icosaedro. En un instante aparecieron nítidas representaciones en tres dimensiones de nuestro primer destino, orografía del terreno, condiciones atmosféricas, gravedad,…pude observar cómo todos los responsables que en ese momento se encontraban en el Puente se apiñaron alrededor del poliedro que emitía datos, fórmulas e imágenes; cada uno de ellos enfrascado en su cometido: Esperanza se puso en contacto, a través de la pantalla de su sitio, con Diego, el Oficial de Máquinas; Beatriz y Carlos, el Contramaestre, comenzaron a debatir sobre el atraque de la nave y el derrotero de la misma. Todos los miembros de la tripulación se movían cual abejas atareadas en un panal; yo contemplaba impávido todo lo que aparentemente era un anárquico trajín, nada más lejos de la realidad, cada aeronauta sabía cuál era su cometido, se denotaba ansiedad e ilusión, nervio y ansia.

Dejé el centro de mando y, seguido por la pareja de neokantianos, acompañé al Comandante hasta el hangar dónde la gabarra Gredos esperaba para trasladarlo en sus visitas oficiales por las diversas esferas de la Ciudad Espacial Épsilon. Las despedidas nunca son agradables, siempre te asalta la duda del “hasta cuando”; hicimos el recorrido andando, en el transcurso del mismo me apostilló que en cuanto pudiera se volvería a reunir con nosotros. Sus palabras, aunque francas, me sonaron huecas, distantes, dándome la sensación de demora; el tiempo para vernos de nuevo podría dilatarse. Cerca de la escalinata de la gabarra fue el adiós, con su mano derecha me atusaba la cabeza mientras yo lengüeteaba su mano izquierda; percibí la tristeza de la despedida en el nerviosismo de sus dedos al acariciar mi testa. Por la ovalada escotilla del hangar, mientras me capturaba la nostalgia, pude ver cómo la pequeña embarcación abandonaba la nave zigzagueando por el entramado de ciudades-esfera.

Regresé, nuevamente flanqueado por los neokantianos (empezaban a resultarme un tanto empalagosos), con destino al centro de control. Volví a hacer el trayecto andando. De la nave, tan solo había visto mi camarote, la bodega y el Puente de Mando; en realidad no conocía, prácticamente, nada del inmenso buque. Ascendí por una rampa que llevaba al segundo nivel, la fragata contaba con cuatro, la bodega: donde se encontraba el hangar con una docena de lanzaderas, taller de reparaciones y almacén con suministros (radares, sondas, telescopios…). El segundo nivel era el más científico, el lugar más controlado, por razones obvias, de la nave, allí estaban el Centro Médico, el Centro de Biología y el Almacén de Abastecimiento; en esta planta, la vigilancia estaba custodiada por guardias armados y paso restringido sólo para oficiales acreditados y el Capitán. El tercer piso estaba dividido en cuatro sectores: en la proa, el Puente de Mando; en la popa, la sala de máquinas; en el centro, a estribor, cocina y comedores y a babor la zona de recreo (bar, sala de juegos, gimnasio…). El cuarto estrato era, con toda seguridad, el lugar más relajante, gran parte del mismo lo ocupaba la Zona de Horticultura, con todo tipo de arbustos, frutas y hortalizas, grandes bóvedas a modo de invernaderos donde se cosecha y experimenta con todo tipo de vegetales, todo bajo la supervisión de Anabel; la otra parte de la planta estaba dedicada a los aposentos de todos los tripulantes. Cerca de la cabecera de la nave un anfiteatro con capacidad para todos los miembros de la fragata, lugar idóneo para charlas, debates, asambleas y conciertos musicales.

Me detuve en el segundo nivel (los guardias apostados en la entrada saludaron de forma marcial) para visitar a las alféreces responsables de estas valiosas instalaciones: Carolina, Mayte y Cristina, Oficial Médico, Oficial Bióloga y Oficial de Abastecimiento; fue un gesto breve, ya tendría tiempo, durante la larga travesía, de platicar y recibir detallada información de cada uno de estos departamentos. Ascendí a la tercera cota por un desnivel mecanizado; antes de dirigirme al Puente de Mando hice una escueta parada en el pulcro comedor, donde Yolanda, la Oficial de Pábulo, me agasajó con un cuenco de leche fresca y un trozo de queso, ella, compartió el momento tomando una espesa taza de chocolate y un par de churros. En el fugaz período del ágape me habló de la ilusión que le hacía esta odisea, también charlamos sobre su desmesurada afición por la fotografía, paisajes y monumentos; sonreí para mis adentros, en este periplo tendría ocasión de ver y disfrutar de lugares de quimera, sitios de ensueño.

En el Puente reinaba la impaciencia, todo estaba listo para zarpar. Esperanza me miró interrogativa y yo asentí con una ligera inclinación de cabeza; todos los oficiales, debidamente uniformados con el traje negro de faena, estaban ubicados en sus puestos esperando la señal de la Oficial de Cubierta. Así pues, con el inapreciable zumbido de los propulsores iónicos, el 2 de Marzo de 2756 la fragata ARE-05416 soltaba amarras del dique de la Estación Espacial Épsilon iniciando su primer éxodo por el cosmos. Transcurridos unos minutos, a través de la pantalla de popa, se podía observar el conglomerado de esferas que formaban la Ciudad Espacial aglutinándose hasta convertirse en un lejano ramillete de abalorios, a la vez, el globo azul empequeñecía lentamente.

Contemplé una distendida satisfacción en la cara de los tripulantes del Puente, pero no era una alegría desbordante, había melancolía en sus rostros; seguramente estaban viviendo la ilusión de sus vidas: navegar por el cosmos infinito y conocer otros mundos. En, el ya pequeño, Planeta Azul dejaban a sus seres queridos y tardarían en volverlos a ver; a diferencia de los habitantes de mi planeta (Cann), para los humanos la familiaridad y la amistad es una ligazón que les encadena, los canninos sólo entendemos de lealtad. La Tierra se había convertido en un ovillo azul, por la proa se divisaba un punto color ocre, nuestra primera misión: Marte, el Planeta Rojo…

Cuaderno de Bitácora -Samiss Cocker-, Marzo de 2756.

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© TruttaFario __El ARENAL, X – II – MMXIII  
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