La casa de la Linda

By Daniel Serrano Labrado.

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Daniel Serrano Labrado

Daniel Serrano Labrado

Parece ser que su nombre le viene dado porque en alguna ocasión habitó en ella una mujer de destacada gracia y belleza, de ahí su denominación de “Casa de la Linda”Nos encontramos ante una construcción típica de El Arenal, “La Casa de La Linda”, dicen que  puede ser la casa más antigua del pueblo y su construcción difiere poco de las casas que posteriormente siguieron construyéndose con la inclusión de nuevos materiales como el adobe y posteriormente el ladrillo y disminuyendo el tamaño de los bloques de piedra.

Como os decía se trata de una construcción típica de los pueblos de la falda sur de la sierra y que se componían de tres plantas: la inferior que servía de hábitat a los animales, la planta principal donde vivían los miembros de la familia que ocupaba la casa y la superior, desván o “sobrao”, el que era utilizado como despensa y en el que se ponían a secar los diferentes alimentos que se consumirían posteriormente.

Bien, pues el protagonista de nuestra historia vivía en la planta inferior de la casa, lo que nos hace deducir que se trataba de un animal. He dicho vivía y no es del todo exacto ya que lo que fundamentalmente hacía era dormir y digo dormir porque durante todo el día se encontraba trabajando y contribuyendo con su esfuerzo a la manutención de la familia.

Se trataba de un burro y os voy a relatar los hechos acaecidos en una noche de verano en los que nuestro protagonista fue el actor principal.

Quiero deciros que se trata de un hecho absolutamente real y en el que solo cambian los nombres de otros protagonistas.  El burro, como todos los de su época, carecía de nombre por eso a la historia la he titulado, EL BURRO SIN NOMBRE:

Nuestro protagonista no era una excepción pues ninguno de sus congéneres de la época lo tenía y eran conocidos por el dueño al que pertenecían: el burro de tío “fulano” o el burro de tío “mengano”,  y a éste se le conocía como el burro de tío Santiago que era su dueño y el cabeza de familia que habitaba la casa que bien podría haber sido ésta u otra similar.

Corría el verano del año de 1.941 (es decir, hace 74 años) y en este país acababa de terminar una guerra. En realidad, no se trató exactamente de una guerra, sino de un golpe de estado llevado a cabo entre otras fuerzas, por militares resentidos que no habían podido superar el fracaso sufrido en África, pocos años antes.

Una de sus consecuencias posteriores fue el hambre.  Y en 1941, año de nuestra Historia, en España había hambre y esta hambre castigaba sobre todo a las clases más humildes y en El Arenal de aquella época, la mayor parte de su población pertenecía a esta clase social.

El gobierno del estado tenía intervenida la producción de diversos productos vitales para la alimentación tales como el aceite y el trigo, que una vez molido y convertido en harina, servía para hacer el pan. El control sobre estos productos se hizo con la “teórica” intención de distribuirlos posteriormente entre la población conforme a sus necesidades. Pero esta medida nunca produjo los resultados que según decía se perseguían, si no que ocurrió que en las mesas de los ricos nunca falto alimento y en la de los pobres, escaseaba cada vez mas.

Apareció con este motivo una actividad que se denominó “el estraperlo” y este consistía en la ocultación de parte de estos productos al estado para transformarlos o negociar con ellos.

Bien pues en nuestro pueblo, una de las derivaciones de este estraperlo, consistía en sembrar parte de trigo o centeno y no entregárselo a los inspectores llamados de “Abastos”. Se llevaba a moler a los diferentes molinos que existían por la zona, se convertía en harina, se ocultaba en casa y se iba amasando y cociéndolo en los hornos de la localidad para convertirlo en pan.

Este estraperlo, se realizaba en la España de la posguerra, a todos los niveles: desde los grandes cargamentos de aceite o cereal que se transportaban en camiones y que suponía un gran negocio para quienes lo practicaban, hasta el pequeño o doméstico y que su práctica solo perseguía atenuar en la medida de lo posible el hambre imperante.

Pero he aquí que mientras el primero no solo era consentido por el régimen, si no practicado por algunos de sus personajes importantes, el segundo era perseguido con saña y cuando algún humilde padre de familia era sorprendido por la G. Civil, que era la encargada de perseguir esta actividad, lo menos que podía ocurrir era la pérdida de la carga, anulando así toda esperanza de llevar alimento a su casa, cuando no, la confiscación de la caballería portadora de esta carga y casi siempre el correspondiente correctivo que se traducía en palizas que como consecuencia de las cuales, no solo perdía el producto de su trabajo, sino que le incapacitaba por algún tiempo para realizar ninguna actividad.

En este verano del 41, tres padres de familia, una vez segado el centeno sembrado en la zona del Serrano y trillado en la era del “Cerrillo” deciden enviar a sus tres hijos hacia la otra parte de la sierra a unos molinos que existían en el río Tormes para moler el grano y una vez convertido en harina, regresar al pueblo.

Los nombres de estos jóvenes eran: Juan de 14 años, Francisco también de 14 y Pedro de 17.    Este último, que ya había hecho el trayecto en alguna otra ocasión y conocía el camino, sería el encargado de guiar a través de la sierra, la expedición.

Era muy utilizada la costumbre de enviar a jóvenes adolescentes a estos viajes acompañados de algún mayor, primero porque en ese tiempo, el trabajo de los miembros de la familia, comenzaba a edad muy temprana (las chica en la casa y los chicos en los relacionados con el campo) y porque en caso de ser sorprendidos por la G. Civil, solían ser algo mas benevolentes y aunque siempre les era confiscada la carga, se libraban de la paliza y salían servidos solo con algún “sopapo”.

Los burros eran el complemento indispensable para la subsistencia de una unidad familiar y aunque algunos algo más pudientes disponían de una mula, incluso algunos de un caballo, lo habitual era disponer de un borrico. Servía éste como medio de transporte de personas y productos en todas las distancias: leña del monte para calentar la casa en invierno, productos de la tierra para la alimentación, el heno que serviría para mantener al mismo burro y el resto de animales domésticos, viajes fuera del pueblo, además engancharle al arado para labrar la tierra etc., etc.

No todo el mundo poseía un burro sino que algunos (los menos) de carácter muy humilde, al no poseerlo se veían obligados a pedírselo a algún familiar que si lo tuviera en ocasiones especiales. Este era el caso del padre de Juan que a su vez era sobrino de tío Santiago dueño de nuestro protagonista.
 -Tío, vengo a pedirle el burro para poder llevar el centeno al Tormes- le dijo el padre de Juan a tío Santiago.
-Pero sobrino, este burro es ya muy viejo y no sé si podrá soportar un viaje tan duro a través de la sierra y con cerca de cien kilos de peso.  Es más, tenía pensado llevarle a la feria de Arenas de finales de agosto y cambiarle por otro más joven, pero si quieres correr ese riesgo, por mi puedes llevártele-.

De este modo, un atardecer los tres jóvenes llevando del ramal cada uno a su burro, parten hacia el puente de Najarro y enfilan el camino del Puerto que les llevará directamente hasta El Prao Lo Alto que se encuentra en la cumbre que separa ambas vertientes de la sierra. Después, atravesando parajes de cervuna, piedras y piornos, llegarán hasta el molino.

Llegan a su destino siendo noche cerrada que es cuando los molinos muelen el grano del estraperlo y una vez realizada la molienda y con la harina en los mismos sacos que portaron el centeno, regresan de nuevo para poder llegar al pueblo antes de que amanezca, evitando así ser sorprendidos por la Guardia Civil.

Cuando están preparando la carga observan que las luces de las estrellas comienzan a desaparecer y que la sierra se encapota con negro nubarrones que presagian una de esas temidas tormentas de verano y que allá en lo alto, son doblemente peligrosas.

Poco después de comenzar a andar, empieza a llover torrencialmente. La carga no corre peligro pues va cubierta con las famosas mantas de Pedro Bernardo que son de un paño tan tupido que la lluvia no conseguirá traspasar. Pero los jóvenes pronto ven totalmente caladas sus pobres ropas que acompañado con una bajada brusca de la temperatura les produce un horrible frío que incluso dificulta sus movimientos.

Caminan casi a tanteo metidos entre las nubes y, para no extraviarse, van cogidos a la cola del burro anterior, excepto Pedro, que camina el primero como conocedor del camino. Lo hacen muy despacio pues el viejo burro de tío Santiago se mueve con dificultad. La carga es demasiado para su avanzada edad.

Llevan caminado varias horas sobre el mismo suelo y la tormenta parece que no va a cesar nunca.  Los rayos que caen en los canchones próximos al camino les ciegan momentáneamente y el posterior trueno es de una intensidad tal que hace que las caballerías intenten huir y que los jóvenes sujeten a duras penas siendo arrastrados en alguna ocasión al no querer soltar el ramal. (Si alguno de los burros se extraviara sería imposible encontrarle en una noche así).

A esto hay que añadir que alguna manada de lobos que se encuentra en las proximidades y que intuye una más que probable situación que les proporcionara comida, comienza a lanzar sus escalofriantes aullidos.

El miedo se apodera de los más jóvenes. Pedro, el mayor, intenta conservar la calma.

De pronto, Francisco descubre algo que le paraliza: acaba de identificar un saliente de una roca que tiene que esquivar y que ya lo ha hecho anteriormente.

¡Están dando vueltas en círculo! ¡Están perdidos!

Se detienen detrás de un canchón pero como la tormenta no cesa, deciden reanudar la marcha.

Pedro estalla en sollozos, no sabe qué dirección tomar.

Sigue sin verse absolutamente nada pero él se siente responsable al no haber encontrado el camino de regreso que era su misión.

– Si no salimos de esta, mía y solo mía, será la culpa- les dice a los demás.

Juan recuerda en ese momento que el burro que él lleva, el viejo burro de tío Santiago, ha hecho este camino en alguna ocasión más y ellos que conocen el comportamiento de estos animales, deciden enrollar el ramal al cuello del borrico y le animan a que comience a andar. El resto de componentes de la expedición le sigue.

Reanudan la marcha muy despacio pues sigue lloviendo, siguen rodeados de descargas eléctricas y siguen acompañándoles los lobos que aunque no les ven, oyen sus movimientos apenas a unos metros, temiendo que en cualquier momento puedan saltar sobre el burro de tío Santiago que camina delante.

De pronto, notan que el suelo cambia bajo sus pies…¡Están pisando hierba!

Enseguida comienzan a descender y Pedro reconoce el camino.

Acaban de pasar el “Prao Lo Alto” y están en “Los Felipes”

Al ir bajando, se alejan de las nubes y eso les permite divisar las casas del pueblo, porque ya se ha hecho de día.

El viejo burro de tío Santiago, el “Burro sin Nombre”, les ha salvado la vida.

Podríamos inventarnos un final aún más feliz para nuestra historia y decir que a partir de entonces, Pedro, Juan y Francisco le pidieron a tío Santiago que no se desprendiese del viejo burro y que aunque su avanzada edad le incapacitaba para trabajar, ellos se ocuparían de mantenerlo agradeciéndole así el poder seguir vivos.

Pero esto, como dije antes, se trata de una historia real y lo que ocurrió es que el último domingo de ese mismo mes de agosto, “El Burro sin Nombre” salió por última vez de su cuadra situada en la planta baja de una casa como ésta, siguiendo los pasos de tío Santiago en dirección a Arenas para ser cambiarlo por uno más joven.

El Arenal, 18 de agosto de 2015.

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