Fe y genialidad

written by Genma Jordán Vinuesa

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Genma Jordán Vinuesa

Genma Jordán Vinuesa

  Hay veces en las cuales el tesón y la fuerza de voluntad que ponemos a la hora de resolver algún problema o salir airosos de cualquier dificultad que el destino nos presenta, puede tener distintos orígenes. La fe, la confianza en lo desconocido, la certidumbre en la espera de aquello que se venera y anhela, puede ser en un momento una tabla de salvación y, en otros, es el ingenio, la chispa o la viveza lo que nos sacan del aprieto.

  Estas cosas tan comunes a todos los mortales, se sucedieron también entre las gentes del lugar en el cual nos encontramos, aunque de edades y en épocas y circunstancias diferentes.

  En el otoño del año 1898, después de finalizada la guerra de la independencia en Cuba, llamada por los isleños “guerra hispano-cubana-estadounidense”, y conocida generalmente como guerra “hispano-estadounidense”,  después de tres años de masacres, enfermedades y hambre, dos reclutas vecinos de El Arenal, Baldomero Vinuesa Infante y Frutos Palomo Plaza que pertenecían al barrio de las Olivillas, volvían a casa en uno de los barcos que fletó el Gobierno español de entonces para repatriar a sus ciudadanos de la perdida colonia.

  Sin poder librarse de la leva obligatoria que impuso la monarquía de entonces, ni poder pagar o trocar su destino en ultramar, habían sido movilizados después de que el 24 de febrero de 1895, treinta y cinco aldeas en el Oriente de Cuba, al grito libertador de Martí, se sublevaran, consiguiendo salir ilesos de la contienda, de los peligrosos mambises y de las enfermedades tropicales que les acezaron y para las que no iban preparados, como el vómito negro, las cuales se cobraban al día de 70 a 100 compatriotas.

  Ambos embarcaron en el Puerto de Santa María rumbo a España para reunirse con sus familiares en su lugar de origen. En la travesía surgieron algunas complicaciones debido a una tempestad que se provocó en el océano, de tan grandes dimensiones que aquellos supervivientes de una guerra en tierra firme, creyeron que su fin llegaba entre las aguas. Difícil es de imaginar los sentimientos que se apoderarían en ese momento de Baldomero y de Frutos, hombre de tierra adentro, zarandeados por el agua embravecida. Las circunstancias eran tan extremas que vaciaron las esperanzas de la tripulación por llegar a su destino y el capitán, afanoso por motivar a los soldados, les propuso que rezaran y se encomendaran a aquello que pudiera provocar en ellos fe. Preocupado por sus hombres y tratando de mantener la moral entre ellos, fue preguntando a cada uno que a qué personaje santificado habían pedido protección, a lo que nuestros vecinos arenalos contestaron que su encomienda iba dirigida al Santo Cristo de La Expiración, pues en él habían confiado durante estos tres años de guerra en la selva y ahora no iba a ser menos.

  Tal convicción y tanta emoción observó el capitán en aquellos hombres al hablar de su Patrón que ensalzó sus esperanzas por sobrevivir indicando:

  • He visto una imagen delante de nuestro barco, una imagen que nos dirige y El Cristo de la Expiración es.

  Cuenta la leyenda que aquella imagen protegió a toda la tripulación el resto del trayecto llegando al puerto de Cádiz sanos y salvos.

  Aquello que la memoria a veces deja recordar, suele estar impregnado de una agradable y divertida nostalgia, fruto unas veces de la situación creada, otras de la edad de sus protagonistas o, como en este caso, de ambas cosas a la vez.

  Avanzaba el año 1936 y las muchachas del barrio de las Olivillas, despreocupadas y ajenas, correteaban por sus callejas y barrancales en busca de juegos y aventuras. Era época de escasez en muchos sentidos y, como ocurre en esos casos en los cuales la cantidad es la justa, suelen suprimirse aquellas cosas que consideramos superfluas. Como algo baladí se consideraba entonces el uso de ropa interior, bien por la inexistencia en muchos lugares de tiendas de lencería, por lo justo del dinero para poder adquirirla, o bien porque en su vida cotidiana no se utilizaban tales prendas para proteger sus partes más íntimas, al menos en las gentes de corta edad, y era normal estar por las callejas casi como la madre les trajera al mundo, o mostrando los traseros en cada brinco que daban.

  Aquella situación tan desfavorable no convencía a nuestra protagonista de la historia, Florencia Vinuesa Palomo quien, un buen día, observando su bolsa de los libros que podría asemejarse a las bolsas actuales que utilizamos para guardar el pan, decidió a escondidas cortar cada pico de la pequeña faltriquera, introduciendo después sus piernas por cada uno de los agujeros realizados y ciñéndola posteriormente a su cuerpo con la cuerda que se utilizaba de cierre.

  Pasado un tiempo, su madre Petra comenzó a observar que Flor portaba los libros de la escuela en sus manos y no utilizaba bolsa alguna, como su hermana o el resto de amigas. Ante aquella rareza, Petra preguntó a su hija qué había sucedido con el saco de los libros, sin obtener contestación alguna de la pequeña, temerosa como estaba de la posible reprimenda por haber roto la bolsa o quizá por utilizarla de tamaña manera.

  Pero su hermana María Cruz testigo de aquel hecho, de menor edad y carente de todo atisbo de picardía de complicidad, añadió señalando debajo de sus faldas:

  • ¡Madre, ahí lo lleva puesto!

  Sin dar crédito a lo que oía, la madre levantó la falda a la niña, quedando perpleja ante tal circunstancia y, lejos de regañarla, no pudo contener la risa pensando en la agudeza de su hija. Entre carcajadas y alabanzas, Petra contó la hazaña a las vecinas, encontrándola estas de tal utilidad e ingenio que desde ese momento y durante un tiempo, las mujeres del barrio de las Olivillas diseñaron, de las camisas viejas de labranza de los hombres, bragas para sus hijas de corta edad.

El Arenal, 17 de agosto de 2016

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