La Cruz de la Cilla

By Jaime Arroyo Vinuesa.

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Jaime Arroyo Vinuesa

Jaime Arroyo Vinuesa

Este relato comienza en diciembre de 1874. Por aquel entonces, el mundo ponía toda su atención en Alfonso XII y en su proclamación como nuevo rey de España, y debido a tal acontecimiento, nadie reparaba en el desconocido jinete que bajo el frío de la tarde, y tras dejar atrás la Fuente de las Machorras, detenía su hermoso caballo negro al llegar a la Cruz de la Cilla.

María, una jovencita que vivía en una de las casas situadas en el callejón que comienza en La Cilla, sí que percibió la detención del jinete, y creyendo que eran sus hermanos, que volvían del trabajo, decidió dejar el calor que le proporcionaba su hogar y salir a recibirlos, pues para ella, como sus padres ya habían fallecido, sus tres hermanos eran lo único que le quedaba en el mundo. Los dos mayores se ocupaban del sustento familiar, y el más pequeño, de tan solo cinco años, llevaba muchos días acostado sobre el escaño del comedor: estaba enfermo y sumido en una fiebre que no quería remitir y que iba aumentando cada noche, y su apagado llanto conmovía a sus vecinos más cercanos.

María salió a la calle y se encontró con aquel extraño jinete, que vestía cueros negros y sombrero fedora de invierno. El extranjero, que no se había bajado de su caballo, giró la cabeza hacia María, y ella pudo ver en su rostro moreno y curtido, la expresión que sólo muestran aquellos que padecen hambre. En ese instante, María volvió de nuevo a su casa, y antes de que pasara un minuto regresó con un tazón de madera lleno de un humeante estofado de carne, acompañado con una hogaza de pan, y se lo ofreció al extranjero. El desconocido alargó sus brazos y tomó en sus manos lo que la joven le entregaba.

Pocos segundos después el jinete comenzó a comer con delicadeza, poniendo sus ojos negros sobre los de María, sin apartarle la mirada. Era como si él no quisiera que aquel estofado se acabase nunca. Ella, al observar sus ojos profundos, vio en ellos tristeza y bondad, y eso hizo que se sintiera bien; ni siquiera pensó en que sus hermanos se disgustarían si descubrieran que había compartido una parte de la poca comida que tenían con un desconocido.

Cuando el jinete terminó de comer, le devolvió el tazón y puso sus ojos en la casa de María, pues dentro se escuchaba un llanto que no cesaba. Ella le explicó que quien lloraba era su hermanito que estaba muy enfermo. Y entonces, aquel hombre le dijo:

–Lo sé. Oigo su lamento cuando duermo al amparo de la noche –y tras decirlo, metió la mano en las alforjas y extrajo un pequeño saquito que contenía raíces y flores secas, y tras dárselas a María, comentó–: Echa tres cacillos de agua en un recipiente de barro y ponlo al fuego hasta que hierva. Luego retíralo y añade el contenido del saquito. Tápalo y espera a que enfríe. Después haz que tu hermano se beba la poción.

María no desconfió. Tomó el saquito y corrió hacia su casa. Una vez dentro, sacó de la despensa un puñado de higos secos, los envolvió con un suave paño blanco y salió de nuevo a la calle para entregárselos a aquel hombre como muestra de agradecimiento, pero el jinete ya había partido y estaba a punto de perderse entre las casas que, desde la calle Mesones, conducen a los caminantes hasta la plaza.

– ¡Forastero! –gritó María.

El jinete paró su caballo y volvió la cabeza hacia ella, diciendo:

–Ya has saciado mi hambre para mucho tiempo –y tras decirlo continuó su viaje, pero justo antes de partir, sonrió a María como nunca nadie lo había hecho. Ella sintió una paz sin igual y corrió hacia él, sin embargo, en cuanto el jinete y el caballo doblaron la esquina de la calleja de la posada de los Gallegos, ambos desaparecieron.

María se quedó parada un instante, observando la desolada calle Mesones, pero no sintió tristeza por ello y volvió a casa para preparar la pócima para su hermanito.

Esa noche el pequeño durmió plácidamente, pues la fiebre remitió y finalmente el niño sanó. Una vecina dijo que dejó de oírle llorar aquel mismo día, tras sonar la campana vespertina de la iglesia, y los arenalos llamaron a aquella sanación El milagro de la Cruz de La Cilla.

Tres años después, María se marchó en busca de aquel hombre, y los que la volvieron a ver contaron que dedicaba su vida a ayudar a los más necesitados del mundo.

Nunca lo sabremos. Es posible, como queremos creer, que lo que ocurrió esa fría tarde de invierno, entre el jinete y María, haya sido un milagro verdadero, aunque quizá no sea más que otro encuentro casual entre dos buenas personas en la Cruz de La Cilla.

El Arenal. 18 de agosto de 2015.

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